Veterinario y persona, persona y veterinario, y me animo a escribir este relato porque en estas fechas coinciden dos celebraciones muy importantes en mi vida: este año, celebro veinticinco años de licenciatura, veinticinco años de veterinario; y el año que viene celebraré cincuenta años de vida, cincuenta años de persona. Soy Daniel Carazo, Esta es la historia de un veterinario, narrada desde que decide prepararse para serlo, hasta que alcanza la madurez y reflexiona sobre todo lo que le ha pasado hasta llegar a ella. Este es el segundo capítulo de mi historia.
Cinco años de carrera
Contra los pronósticos iniciales, la carrera la terminé en los cinco años de rigor que marcaba el plan de estudios del setenta y dos; es verdad que empecé más lento y terminé más rápido —por eso los primeros augurios de una larga estancia en la universidad—, pero lo vivido entre medias mereció la pena, y al final alcancé el objetivo.
Aún recuerdo aquel primer día de Facultad, llegando a la que sería mi casa durante los próximos años sin conocer a nadie y sin saber cómo actuar cuando me viera entre mis nuevos compañeros. Solo el hecho de bajarme del Metro en Ciudad Universitaria ya fue significativo de que mi vida iba a cambiar por completo. Podría nombrar uno por uno los aspirantes a veterinario con los que entablé relación ese día, pero no es el objeto de estas breves memorias y, aunque supongo que ellos sí influyeron en mi desarrollo personal, no creo que lo hicieran en el profesional.
Los cinco años de formación universitaria los podría titular cada uno de forma diferente —igual en un futuro me detengo a describirlos individualmente, seguro que sale un buen texto—, pero por ahora voy a ceñirme a la carrera entera sin entrar en tanto detalle. A nivel académico creo que basta con que os cuente que el primer año me despisté un poco y enfoqué mis energías a cumplir sobradamente con mi afición ornitológica, lo que me supuso terminar el curso con solo la mitad de las asignaturas aprobadas. Mi orgullo e historial académico hizo entonces que pasara el primer verano de mi vida universitaria estudiando; así arreglé el desaguisado y conseguí iniciar el segundo curso con solo una asignatura de primero colgando. Esa asignatura pendiente, cambiándola año tras año, la llevé a remolque hasta el penúltimo curso, que fue cuando las ganas de verme licenciado me hicieron echar el resto y llegar al quinto, y último año, libre de lastres.
Según avanzaba en la licenciatura, cada año me veía obligado a dedicar más tiempo al estudio y menos a mis aficiones personales. Veterinaria es una carrera que, entre la exigencia académica, y la cantidad de horas de prácticas que impone, acaba requiriendo al candidato dedicación exclusiva. Aún así, tengo que estar orgulloso de que esto no fuera impedimento para que, durante los cinco años que pasé en la Facultad, me diera tiempo a formar parte activa de dos grupos ornitológicos y viviera con grandes compañeros la experiencia de censar aves, colaborar en anillamientos científicos, hacer seguimiento de poblaciones de cigüeñas, vigilar nidos de rapaces para evitar expolios de polluelos, o simplemente viajar por todas las provincias españolas en busca de esas especies de aves más esquivas de visualizar.
La solidaridad también estuvo presente junto a mi formación universitaria. Durante dos años participé, también con grandes compañeros y amigos, en un proyecto solidario de Veterinarios sin Fronteras y viajé con ellos sendos veranos a Las Hurdes, donde implantamos un servicio veterinario a ganaderos sin recursos de la zona. En el desarrollo de esa actividad pude ver de cerca a mis futuros colegas trabajando en directo con pequeños rebaños, curando a los animales que, además, eran el único medio de vida de la gente de por allí, y haciéndolo además de manera totalmente altruista; esta experiencia fue uno de los momentos clave que posteriormente me hizo cambiar el rumbo profesional con el que había empezado los estudios.
Quizá lo más interesante de mi paso por la Facultad de Veterinaria fue eso, mi evolución personal, la que me llevó de la ilusión de ser veterinario ecologista y salvador del mundo animal a, finalmente, ser lo que soy hoy en día: veterinario dedicado a la clínica de pequeños animales, actividad que tanto me gusta y me llena. Recordad que yo accedí a estudiar veterinaria con la firme intención de ser ese veterinario de fauna salvaje y trabajar en algún Parque Nacional u organización naturalista. Mis primeras actividades prácticas como aspirante a veterinario estuvieron claramente enfocadas a ello, de hecho fui fundador y primer presidente de la delegación en Madrid de la Asociación de Veterinarios para la Fauna Exótica y Salvaje (Avafes) y, durante los dos últimos años de estudios, participé en un proyecto en el cual un pequeño —pero selecto— grupo de estudiantes pasamos multitud de noches realizando cirugías a las aves rapaces que nos traían desde dos centros de recuperación de la Comunidad de Madrid. Fue una experiencia maravillosa.
Poco a poco, y según avanzaba en los estudios y llenaba mi vida académica, me fueron invadiendo cada vez más conocimientos de medicina, los cuales me permitieron comprender que, además de disfrutar de ellos, podía curar a esos animales que tanto me gustaban. La parte médica de la profesión me empezó a apasionar cada vez más, y las experiencias prácticas que fui realizando al respecto, también. Todo esto me enseñó que, para ser más médico que observador o científico de animales, tenía que empezar a centrarme en otras especies digamos… menos exóticas. Me di cuenta de que la medicina avanzada requería unos recursos y medios técnicos a los que, por aquel entonces y por desgracia, no se llegaban al trabajar con fauna salvaje. Esta evidencia me hizo ir fijando como nuevo objetivo profesional el mundo rural y las pequeñas explotaciones ganaderas. Me empecé a formar para vivir viajando de pueblo en pueblo, curando vacas, ovejas, cabras e incluso controlando poblaciones de abejas productoras de miel. Mi nueva aspiración fue acabar viviendo en la maravillosa Asturias, ubicación elegida quizá todavía influenciado por la posibilidad de avistar algún ejemplar de los muy escasos osos pardos que quedaban allí.
Igual que en el instituto, no fue hasta el último año de carrera cuando decidí de verdad mi futuro. Fue en quinto curso el momento en que pensé finalmente que, si de verdad quería ser médico de animales, mi futuro como veterinario clínico se tenía que desarrollar con animales de compañía, en concreto perros y gatos, que era dónde veía que se aplicaban las últimas técnicas médicas. Justo hasta iniciar ese último año estuve haciendo prácticas de campo en explotaciones ganaderas de la Comunidad de Madrid y prometiéndome cada día que, a futuro, no me iba a pasar la vida en una clínica veterinaria, todo el día debajo de un fluorescente, sino que iba a trabajar al aire libre, yendo de granja en granja y viendo maravillosos paisajes. Fueron precisamente esas prácticas las que me enseñaron que, en aquellas explotaciones que tanto me gustaban, se aplicaban de forma mayoritaria los procesos médicos enfocados a la producción ganadera y que, salvo en contadas ocasiones, no se podía desarrollar en su totalidad la medicina especializada y aplicada al individuo, sino que, por necesidad, se priorizaba la población.
Así que empecé quinto de licenciatura, ya por fin, con mi proyección de futuro clara. Es verdad que durante la carrera también mantuve contacto con la clínica de pequeños animales; como culo de mal asiento que soy, aunque los perros y los gatos no fueron mi objetivo principal, desde el segundo curso universitario acudí regularmente a una clínica veterinaria del centro de Madrid como estudiante en prácticas; eso me ayudó bastante a que, aquel año de mil novecientos noventa y cuatro, decidiera definitivamente centrarme solo en ese campo profesional, dejando de lado —muy a mi pesar— toda la actividad campera.
El único año de mi estancia en la Facultad de Veterinaria al que le voy a poner nombre en este relato es precisamente a este último, el quinto curso de licenciatura, y lo haré con una sola palabra: estudio; horas y horas delante de los libros, empezando a las cuatro o cinco de la mañana y terminando a las diez u once de la noche… ¿Sabéis lo que es un microsueño? Yo lo descubrí aquel año: es el proceso en que te duermes sentado en la mesa de estudio, sin levantarte siquiera de la silla y durante cinco o diez minutos como máximo, te despiertas en el momento en que, ya vencida la resistencia a Morfeo, se te cae la cabeza, y sigues estudiando como si nada, sin alterar el ritmo, Así viví durante los tres o cuatro últimos meses del curso académico.
Por fin, tras muchas más vicisitudes y experiencias que por limitación de espacio no os puedo contar aquí, y acarreando una úlcera sangrante de estómago provocada al preparar la evaluación final con tres aspirinas diarias para superar un inoportuno resfriado, jamás olvidaré aquella mañana en que, tras comprobar en uno de los listados de notas —de los que ponían los profesores en los tablones de anuncios de cada departamento de la Facultad— mi último examen aprobado, empecé a correr por los pasillos sin rumbo fijo, dando saltos incoordinados de alegría, abrazándome a todo el que se cruzaba en mi camino y sin poder parar de gritar: ¡Soy veterinario!
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