Veterinario y persona, persona y veterinario, y me animo a escribir este relato porque en estas fechas coinciden dos celebraciones muy importantes en mi vida: este año, celebro veinticinco años de licenciatura, veinticinco años de veterinario; y el año que viene celebraré cincuenta años de vida, cincuenta años de persona. Soy Daniel Carazo, Esta es la historia de un veterinario, narrada desde que decide prepararse para serlo, hasta que alcanza la madurez y reflexiona sobre todo lo que le ha pasado hasta llegar a ella. Este es el tercer capítulo de mi historia.
Licenciado, ¿y ahora qué?
Efectivamente, ¡objetivo conseguido! Ya era veterinario y tenía unas ganas locas de empezar a trabajar, pero no descubro nada nuevo si desvelo que, tras dos o tres inmaduros intentos de inmersión en el mundo laboral, me quedó una cosa muy clara: podía tener formación teórica, pero necesitaba con urgencia formación práctica.
Coincidió que la clínica en la que había pasado cuatro años como estudiante en prácticas, ese año acometió cambios de personal; lógicamente, me vi fuera de ellos. Me ofrecieron seguir yendo como estudiante, pero la perspectiva laboral quedó fuera de mi alcance cercano ya que, tras una reestructuración de ese tipo, es normal que se tarde en ampliar de nuevo el equipo. Ese fue el motivo por el que decidí salir de mi zona de confort, buscar nuevos aires y cambiar de clínica de aprendizaje.
Por aquella época había un hospital veterinario muy conocido en Madrid, en el que por cierto decían que era bastante difícil entrar a hacer prácticas; estaba muy solicitado y sus directores podían permitirse escoger bien a sus pupilos. Gracias a un buen amigo que había llevado allí en alguna ocasión a sus animales, y que conocía indirectamente a uno de los jefes de aquel hospital, conseguí que me dieran cita para presentar mi solicitud de admisión. La mala suerte es que, de los tres socios, el que entrevistaba a los aspirantes a aprendiz no era el conocido de mi amigo, sino otro que jamás había oído hablar de mi, ni de mi benefactor. Jamás olvidaré las palabras —entonces las denominé lapidarias aunque, con el tiempo, en cierto modo he aprendido a entender—, con el que el director del hospital rechazó mis posibilidades de formarme allí:
—¿Cual es tu idea al venir aquí? —me preguntó.
—Aprender a ser un buen veterinario —respondí yo, muy nervioso y poco original, todo hay que decirlo.
—Ya… ¿Y luego?
—Pues en el futuro, montar mi propia clínica.
Tras un momento de pausa y mirada fija, quizá valorando el alcance de sus próximas palabras, o quizá pensando en algún caso clínico complicado que tuviera que atender después de a mí, este veterinario me puso bruscamente la realidad sobre la mesa.
—Entonces no puedes aprender con nosotros, porque serás competencia y, siendo de Madrid, querrás montar la clínica aquí.
¡Toma ya! Os podéis imaginar como salí de allí: hundido, cabreado, asustado… Si ese motivo para no cogerme de prácticas en aquel hospital iba a ser un argumento común en otras clínicas, ¿dónde iba a aprender entonces?
Me surgieron mil dudas, y sobre todo la pregunta de por qué habría dejado la clínica anterior dónde estaba tan a gusto y me trataban tan bien, pero ya veréis, a lo largo de estas breves memorias, que nunca he sido una persona fácil de vencer, y como ejemplo de ello voy a contaros cómo solventé este primer escollo profesional.
Dejé pasar unos días en los que ni siquiera fui a probar suerte a otras clínicas veterinarias. Le di vueltas y más vueltas y me empeñé en que, si aquel era uno de los mejores hospitales veterinarios de Madrid, ¿dónde mejor iba a aprender mi futuro oficio? Así que, echándole un par de… narices, recuerdo que una mañana, temprano, cogí mi mochila, la inmaculada bata blanca que me regalaron mis padres al licenciarme y que tenía casi sin estrenar y, sin decir nada a nadie, me presenté en aquel hospital veterinario un poco antes de que empezara el horario de consulta. Cuando entré, la secretaria —que seguramente solo se acordaba de que yo había estado por allí, hablando con su jefe— me miró sorprendida y me preguntó.
—¿Qué haces aquí? Nadie me ha avisado que venías.
Y yo, temblando por dentro pero parece ser que sereno por fuera.
—¿No? Qué raro. Me dijeron que empezaba hoy a primera hora.
Respondí como si el director del hospital —con quien ella sí sabía que me había entrevistado, pero no lo que había pasado— me hubiera aprobado como candidato.
La eficaz secretaria hizo una pausa, creo que algo divertida al intuir mi descaro, y quizá previendo la reacción de su jefe al verme, me permitió el paso. Me llevó hasta la sala donde debía dejar mis cosas y me presentó a todos los miembros del equipo con los que nos cruzamos. Por suerte, el director no había llegado todavía; lo hizo cuando yo estaba asistiendo emocionado a una de las consultas que pasaban esa mañana. Recuerdo que se fijó en mi, dudó un instante más breve que el de su secretaria, me dio los buenos días, se dio la vuelta, y se fue a preparar las cirugías que tenía programadas para ese día. Así, nunca sabré si de manera consciente o no, fue como finamente me aceptó como un estudiante más del hospital. Por supuesto, en los años que estuve allí, nunca saqué el tema del momento de mi incorporación al equipo. Realmente nunca supe si aquel hombre se había olvidado de nuestra primera conversación, o simplemente valoró mi arrojo; viéndolo ahora desde la distancia, y habiendo sufrido en mis propias carnes el estrés diario de una clínica veterinaria, me inclino por la primera opción. El caso es que así me incorporé al sitio donde más rápido —y duramente— he aprendido en toda mi vida.
Pasé varios meses allí, trabajando como el que más y ganándome el aprecio de mis tutores pero, cuando ya planeaba en mi mente la posibilidad de verme contratado, surgieron dos situaciones encadenadas que me hicieron retrasar mis precoces planes laborales.
En primer lugar, el ejército me llamó a filas; en mil novecientos noventa y cinco el servicio militar era una realidad todavía, y nadie se escapaba de ella. Yo, naturalista, ecologista y rebelde empedernido, no pude reaccionar a esta llamada de otra manera que negándome a responder, es decir, ¡me quise declarar insumiso!, lo cual era sinónimo de cárcel y un sinfín de problemas legales. Debo agradecer una vez más a mis padres —ya vais viendo que les debo mucho en esta vida— su apoyo incondicional a mi decisión de no hacer la mili y su prudente orientación a declararme objetor de conciencia, lo cual, no es que estuviera bien visto, pero al menos era legal y te eximía de cualquier problema a futuro. Acepté y me fui al mismísimo Gobierno Militar de Madrid para solicitar mi renuncia al cumplimiento del servicio militar obligatorio a cambio de realizar trabajos sociales durante dieciocho meses —en vez de los nueve habituales—; la reacción de mi entonces jefe, en aquella primera entrevista que mantuvimos en el hospital veterinario, no fue nada comparada con las miradas que me dirigieron aquellos militares al ver a un pipiolo renunciando a su mundo. ¡Pero lo hice!
La segunda situación que casi me cambió la vida fue la oportunidad de ir a hacer una sustitución laboral a una clínica veterinaria de Aranda de Duero. Os podéis imaginar los nervios e inseguridad que me entraron; la verdad es que fui porque iba recomendado por mis jefes, y no podía negarme. El viaje en autobús hasta la ciudad burgalesa lo hice repasando los apuntes de urgencias que había ido tomando durante mi todavía escasa formación en el hospital. Yo creo que los iba recitando en alto, como cuando estudiaba, porque la señora que llevaba al lado me dio la impresión de que no pudo descansar ni un minuto en todo el trayecto. El caso es que llegué a mi destino, ejercí por primera vez como veterinario y, al terminar aquel periodo de sustitución, no lo debí haber hecho tan mal porque posteriormente me llamaron para estancia otra más larga a la cual tampoco pude renunciar; cuando ya iba a terminar esa segunda etapa en Aranda de Duero, el veterinario de allí me ofreció un puesto fijo en su clínica veterinaria a la vez que la posibilidad de realizar la Objeción de Conciencia en el puesto de la Cruz Roja de la localidad. Era toda una oportunidad: trabajar al mismo tiempo que me quitaba de encima los dieciocho meses de trabajos sociales; pero yo tenía claro que mi objetivo era volver al hospital de Madrid donde casi tenía la certeza de que, con un poco de paciencia, terminaría contratado, así que rechacé el ofrecimiento y me volví a la capital.
Ya en Madrid me reincorporé al equipo del hospital —todavía como aprendiz— y, gracias a una compañera de aquel selecto grupo de estudiantes que nos pasamos tantas noches operando aves rapaces en la Facultad de Veterinaria, conseguí que me reclamaran para realizar la Objeción de Conciencia en el Centro de Recuperación de Aves Brinzal, cuyas instalaciones estaban —y están— en plena Casa de Campo. En este destino estuve encantado y además tuve la gran suerte de rememorar mis tiempos de aspirante a veterinario de fauna salvaje, al mismo tiempo que continuaba con mis prácticas en el hospital veterinario.
Al final, lo que se suponía un peaje para cualquier joven de mi edad —ya fuera el Servicio Militar, o la Objeción de Conciencia—, para mí se convirtió en un disfrute y una continuación de mi formación como veterinario.
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