Veterinario y persona, persona y veterinario, y me animo a escribir este relato porque en estas fechas coinciden dos celebraciones muy importantes en mi vida: este año, celebro veinticinco años de licenciatura, veinticinco años de veterinario; y el año que viene celebraré cincuenta años de vida, cincuenta años de persona. Soy Daniel Carazo, Esta es la historia de un veterinario, narrada desde que decide prepararse para serlo, hasta que alcanza la madurez y reflexiona sobre todo lo que le ha pasado hasta llegar a ella. Este es el sexto capítulo de mi historia.
Trabajo, trabajo y más trabajo
Cuando te encuentras solo, en tu propia clínica veterinaria, el concepto del tiempo cambia de manea radical. Hasta ese momento, trabajando por cuenta ajena, los ratos en los que no atendía consultas suponían en cierto modo un descanso: es verdad que aprovechaba para estudiar, aunque también, y con más frecuencia de la debida, para desconectar o compartir ratos agradables con los compañeros… Pero cuando de repente todo lo que haces depende de ti, y sobre todo compruebas que, si no trabajas o tienes excesivos ratos de inactividad, el futuro de tu empresa puede peligrar, esos tiempos muertos pueden llegar a ser un suplicio. Empujados por esta sensación, queriendo demostrar en todo momento que éramos dignos receptores de las ayudas que con tanto esfuerzo nos habían prestado los familiares, y junto a la inagotable fuerza otorgada por la juventud, nos empeñamos cada día en no estar quietos ni un minuto, aunque no todas nuestras acciones y sacrificios fueran igual de eficaces.
El horario de trabajo que nos impusimos, hoy en día sería muy cuestionable, y casi ilegal. La clínica la abríamos todos los días, en horario de mañana y tarde, excepto los domingos que cerrábamos por la tarde. Además de eso, por las noches, cuando no estábamos presenciales en la clínica, ofrecíamos un servicio de urgencias que atendíamos las veinticuatro horas del día y los trescientos sesenta y cinco días al año. Como, lógicamente, no teníamos personal contratado, la totalidad de ese horario lo atendíamos nosotros; pasamos horas y horas en la clínica —curiosamente esto es de las pocas cosas que, aún habiendo actualizado el horario de atención, no ha cambiado tanto con el paso del tiempo— pero, lo más admirable es que, tal cantidad de horas de trabajo se nos quedaba escasa para las que hubiéramos estado dispuestos a destinar con el fin de alcanzar nuestro sueño. Recuerdo noches del veinticuatro de diciembre llamando a la familia para que empezara a cenar, o noches del treinta y uno de diciembre atendiendo alguna gastroenteritis provocada por la peligrosa ingestión de uvas de algún paciente.
Dedicar tanto a trabajar también nos hizo valorar mucho más el tiempo libre. ¡No os podéis imaginar lo que se puede aprovechar una tarde de domingo! Da tiempo a cumplir con la familia, a disfrutar de la vida en pareja y a airear un poco la mente para cargar fuerzas; todo ello incluso atendiendo alguna urgencia inesperada que surgiera ese día. Si algo aprendí de esa época es que a veces hay que tener cierta necesidad para aprovechar más los pequeños descansos y momentos agradables que nos ofrece la vida.
Las horas dentro de la clínica transcurrían volando, y fuera de ella también. Si en horario de consulta no estábamos atendiendo pacientes ya os he comentado que nos dedicábamos a mejorar las instalaciones o a planear nuevas formas de darnos a conocer. Hay que tener en cuenta que, en aquella época, no existían las redes sociales, y las formas de publicitarse eran muy diferentes a las actuales; tres o cuatro veces me recorrí andando —ya hiciera frío o calor— las tres urbanizaciones que rodean la clínica buzoneando la publicidad —diseñada por nosotros mismos—, chalé por chalé. Pero fuera del horario de consulta también se nos pasaba el tiempo sin darnos cuenta; no puedo contabilizar cuántos mediodías habremos tenido tiempo de cerrar la consulta a las dos, ir a algún polígono industrial o centro comercial, comprar allí lo que fuera necesario en ese momento —menaje, mobiliario, productos de limpieza, decoración o material clínico que justo habíamos echado en falta en ese momento—, comer en algún bar de la zona, volver a la clínica, colocar o montar lo que hubiéramos adquirido, y estar preparados a las cinco, como si nada, para abrir la clínica de nuevo.
Pero, por si fuera poca la dedicación que nos impusimos para sacar adelante a la clínica, las finanzas mandaban y hacía falta más, así que nos buscamos más trabajo del que nos ofrecían entonces nuestros pacientes: Mi todavía novia mantenía su colaboración con otro centro veterinario acudiendo a él tres tardes a la semana a pasar consulta, yo realizaba las cirugías de dos clínicas que habían abierto al mismo tiempo que nosotros y que no ofrecían todavía ese servicio propio, y, por si fuera poco, además de atender nuestras urgencias las veinticuatro horas del día, prestábamos el mismo servicio a una de esas clínicas a la que le realizábamos las intervenciones quirúrgicas. Vamos, que en aquella época pudimos estar de cualquier forma excepto aburridos.
Trabajo, trabajo y más trabajo. Con esas tres palabras puedo resumir el inicio de nuestra actividad como veterinarios con clínica propia. Entre nuestra consulta, las cirugías, y las urgencias dobles, pasé de librar aquellas horas de los martes que me ofrecían en mi antiguo hospital a realmente no librar nada, porque el teléfono móvil que sustituyó al “busca”—¡por fin tenía teléfono móvil!—, con el que también estábamos localizados para nuestros pacientes todas las horas del día, estuvo, la verdad, bastante activo. Si ya venía de una situación en la que estaba acostumbrado a salir corriendo de cualquier sitio ante la llamada del “busca”, ahora combinaba esa rutina con el hecho de que, si hacía falta hospitalizar a esa mascota enferma que había reclamado nuestros servicios, éramos nosotros mismos los que cubríamos las horas de vigilia por la noche o en el fin de semana, sin que ello repercutiera, por supuesto, en libranzas de descanso posteriores. Como anécdota contaros que aquella época, para el que lo recuerde, era la del Blockbuster, es decir la cadena de videoclubs en la que si querías ver una película que no emitieran en la televisión tenías que alquilar la cinta y reproducirla en tu casa con un vídeo VHS doméstico; pues bien, en la clínica pasamos tantas horas que, a parte de ser clientes vip de dicha cadena de videoclubs, para ver esas películas en las largas tardes y noches de invierno, alquilábamos hasta el reproductor VHS y lo llevábamos a la clínica para conectarlo a una pequeña televisión con antenas de las de cuernos. ¡Igual gracias a nuestro consumo conseguimos alguna promoción en puntos para disfrutar de algún regalo y nunca tuvimos tiempo de aprovecharla!… Qué pena que quebrara el sector, porque ya nunca lo sabremos.
Volviendo a los inicios de nuestra actividad empresarial, otra limitación que tuvimos que aprender a sortear con horas de dedicación fue la falta de tecnología a nuestra disposición. He comentado anteriormente que tuvimos que empezar a trabajar sin disponer de aparato de radiología en la clínica; el presupuesto y las licencias necesarias para ello nos obligaron a hacerlo así. Pero lo casos clínicos que recibíamos no entendían esto y, por supuesto, recibíamos pacientes que requerían de esta prueba diagnóstica. Hablamos con compañeros que sí disponían de esos rayos X y, lo que hacíamos, era recoger a las mascotas enfermas en sus casas, llevarlas —a la hora que fuera— al centro que nos pudiera hacer el favor de atendernos en ese momento, hacer la radiografía, interpretarla, y volver a llevar a nuestro paciente a su casa con los cuidados o el tratamiento necesario. ¡Hasta cincuenta kilómetros hicimos en alguna ocasión para hacer esa radiografía! Claro, esta situación, por ejemplo, en el control de la evolución de alguna fractura, requería una repetición bastante frecuente del proceso, pero nos apañábamos como podíamos siempre intentando respetar nuestra norma de, en la medida de nuestros conocimientos, dar todos los servicios posibles a nuestros pacientes para depender lo menos posible de la remisión del caso clínico a otro centro. Mantuvimos siempre, por supuesto, un mínimo criterio de calidad porque priorizábamos —y seguimos priorizando en la actualidad— la salud de los pacientes sobre nuestra propia salud financiera. He puesto el ejemplo de la radiología, pero podemos sumar a él las analíticas urgentes que no podíamos esperar a mandar a los laboratorios externos, las cirugías que por falta de medios no podíamos realizar, las ecografías en las que tampoco podíamos esperar a que viniera el especialista… Cualquier servicio que requiriera desarrollo inmediato y no pudiéramos ofrecer, lo solventábamos de esta manera, con el perjuicio de que, mientras uno de los dos se iba, el otro se quedaba solo atendiendo la cada vez más activa rutina de la clínica.
Tanto esfuerzo y dedicación acabó dando sus frutos: la clínica se fue estabilizando y nosotros pudimos centrarnos cada vez más en ella y en invertir para mejorar las prestaciones que ofrecíamos allí mismo, lo cual nos permitió depender cada vez menos de nuestros generosos compañeros y sentirnos cada vez más satisfechos con nuestra progresión como veterinarios autónomos. Los objetivos profesionales se iban cumpliendo.
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