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¿Por qué se llega a estudiar y ejercer la profesión de veterinario?

Las memorias de un veterinario que es escritor, o de un escritor que es veterinario, con las que cualquiera se puede sentir identificado. Desde la elección de la carrera hasta el ejercicio en la clínica.


El autor del texto, Daniel Carazo.El autor del texto, Daniel Carazo.

La razón de este relato

Esta es la historia de un veterinario, narrada desde que decide prepararse para serlo, hasta que alcanza la madurez y reflexiona sobre todo lo que le ha pasado hasta llegar a ella. Esta es mi historia. Soy Daniel Carazo, veterinario y persona, persona y veterinario, y me animo a escribir este relato porque en estas fechas coinciden dos celebraciones muy importantes en mi vida: este año, celebro veinticinco años de licenciatura, veinticinco años de veterinario; y el año que viene celebraré cincuenta años de vida, cincuenta años de persona.

Me parece que la trayectoria de un veterinario clínico de pequeños animales, vista sobre todo desde el punto de vista de la persona, no solo del profesional, sí es algo que puede ayudar a entender mejor a los de mi profesión: colegas que sacrifican mucho en lo personal para alcanzar el éxito profesional. Vamos a ponernos manos a la obra y, como digo siempre: ¡Gracias por leer este primer capítulo! Te espero en los siguientes. 


¿Y por qué veterinario?


Buena pregunta: ¿por qué yo, por aquel entonces un alocado joven de dieciocho años, decidí estudiar veterinaria? Pues en mi caso, llegar hasta esa pregunta, y responderla, supuso un curioso camino que voy a intentar explicar.

Soy de la generación del setenta y dos, eso significa que terminé el COU —actual segundo de Bachillerato— en junio del año mil novecientos noventa; movimiento ecologista a tope y Greenpeace todos los días en los telediarios. ¡Qué tiempos aquellos!

Es verdad que a lo largo del bachillerato, desde que tuve posibilidad de elección de asignaturas, siempre me enfoqué en la rama de ciencias, y el motivo de ello fueron mis dos grandes pasiones: los animales y el dibujo. Ni recuerdo cuántas veces soñé con hacer una guía ilustrada de pájaros.

Durante mis dos últimos años en el instituto debo reconocer que esa ambigüedad me hizo fluctuar bastante. Por un lado me apetecía mucho estudiar Bellas Artes, vivir pintando, caricaturizando, plasmando en un lienzo lo que veían mis ojos sería una gran satisfacción personal; pero otro hueco de mi cabeza, y de mi corazón, estaba ocupado por esas aves a las que iba a avistar cada fin de semana al campo y que viéndolas volar me permitían soñar ser libre como ellas. Finalmente, llegando a la fecha de la temida Selectividad —actual EVAU—, la perspectiva de una vida al aire libre, junto a los animales, y pensar además en la posibilidad de dedicar mi futuro a mejorar el ecosistema y tener la opción de luchar contra la actitud tan auto destructiva que por desgracia tenemos los humanos con nuestro entorno, me hizo inclinarme por el camino ecologista; bueno, eso y los grandes momentos vividos en inmejorables espacios naturales que mi afición ornitológica me estaba permitiendo disfrutar.

Dibujos del autor en el año 1988.Dibujos del autor en el año 1988.

Así que, aquí viene la primera realidad: ¿soy veterinario porque haya tenido vocación para ello desde niño?… Pues siento afirmar que no, aunque para entender esto, todavía tengo que contaros muchas más cosas hasta llegar al momento en el que finalmente decidí estudiar veterinaria.

La rama artística, que en un inicio me hizo dudar a qué dedicarme, la tuve clara desde bien pequeño. Pasé, durante mi infancia y adolescencia, horas y horas dibujando y disfrutando mucho con ello: paisajes, personajes, viñetas, cómics… Y no se me daba mal, o al menos eso decía la gente. Cuando se acercaron esos dos últimos años de instituto, mis padres —a quienes debo agradecer la ayuda y orientación en muchas de las decisiones que me vi obligado a tomar en aquella época—, viendo lo que disfrutaba con ello me animaron a inscribirme en una academia profesional de dibujo y pintura, precisamente una en la que preparaban para el ingreso en Bellas Artes. Compaginé esa escuela con mis estudios de primero de Bachillerato y allí fui el alevín. Compartí caballetes y mesas de dibujo con serios aspirantes a artistas, jóvenes que se formaban para las pruebas de acceso universitarias y que me dejaban embelesado con su trabajo. A decir verdad, disfruté y aprendí mucho junto a ellos; además, mis resultados fueron bien valorados por los profesores y comprobé que con esfuerzo —como siempre—, yo también podía llegar a ser como los que me rodeaban. Pero como siempre pasa en esta vida, al pasar a segundo de Bachillerato y creyendo que ya estaba enfocada mi vocación a la rama artística, me asaltó una de las primeras disyuntivas que nos imponemos las personas cuando planeamos nuestro futuro: si decidía estudiar algo relacionado con el dibujo, ¿debía acercarme a las Bellas Artes o a la Arquitectura?; eso era lo que entonces se entendía como ganar, o no ganar dinero con tu trabajo.

—Si haces Bellas Artes vas a disfrutar mucho, pero te vas a morir de hambre.

—Si haces Arquitectura puede ser un poco más teórico, pero tendrás muchas más posibilidades y, con tu valía, te ganarás bien la vida.

Imaginaros, ante esos consejos opuestos me correspondía a mí decidir, con dieciocho años y toda la rebeldía posible en mis venas. Nunca dije nada pero creo que ya podéis averiguar hacia dónde me inclinaba yo en mi interior.

A pesar de esto, y sin saberlo yo todavía, no estaba todo dicho sobre mi futuro. También por aquella época ya he comentado que yo era ecologista activo y con cuatro o cinco años de veteranía. A nivel personal, ocupaba gran parte de mi tiempo libre disfrutando de la ornitología y, a nivel asociativo, lo hacía siendo miembro de varias organizaciones ecologistas; defendía a muerte la protección del medio ambiente. Aquella fue la época de los fluorocarbonos en los botes de spray —esos que destruían buena parte de la ya maltrecha capa de ozono—, o de la lucha contra los abrigos de piel y la industria peletera. ¡Lo que tuvo que aguantar mi pobre madre!: compras en el supermercado fiscalizadas para tirar a la basura los productos nocivos contra la naturaleza y ataques, más o menos directos, contra cualquiera de sus amistades que tuviera la osadía de acudir a nuestra casa con un abrigo de piel —porque mi madre nunca lo tuvo—… Eran otros tiempos.

Este acercamiento a la naturaleza, a la vida rural, a la defensa de los animales y a todo lo relacionado con el ecologismo, finalmente tuvo más peso que la vena creativa y me hizo alcanzar los últimos meses del instituto con un cambio de rumbo y la decisión tomada de sacrificar el arte para pasar a querer ser un activista profesional del ecologismo. Recuerdo que, venido arriba con mi nueva decisión, incluso mandé cartas —sí, cartas, porque en aquella época no existían los correos electrónicos ni los teléfonos móviles— para solicitar estancias o becas de verano en diferentes parques nacionales o incluso en National Geographic —desde donde recuerdo que me contestaron muy correctamente denegándome mi petición, pero al menos contestaron, y fue también por correo postal—.

La cuestión, detalles a parte, es que me planté ante el examen de Selectividad, el que me iba a dar entrada a la Universidad, con la firme intención de dedicar mi vida a ayudar a los animales y a mejorar las condiciones de vida del planeta; es decir, plenamente decidido a matricularme en la Facultad de Biología.


Una vez más fueron mis padres los que, quizá todavía no tranquilos del todo con mi futuro, me plantearon la posibilidad de estudiar Veterinaria en vez de Biología. Me argumentaron que la veterinaria me iba a aportar una profesión en la que, cuidando a los animales, también podría cumplir mis ansiados objetivos y quizá me diera mayores oportunidades laborales que la Biología. En ningún momento me presionaron, ni me intentaron convencer con sus argumentos, simplemente me presentaron la posibilidad y me dejaron que tomara yo la decisión final sabiendo que me apoyarían fuera cual fuera.

Y ese fue el germen del camino que me ha llevado a lo que, todos estos años después, es mi profesión y mi afición. Recuerdo que pensé mucho en lo que me plantearon mis progenitores y me di cuenta de que, como veterinario, podría ayudar más directamente a mis amados animales. Rápidamente me imaginé en el Rainbow Warrior —barco emblema de Greenpeace— salvando a las ballenas de su caza ilegal, en Doñana ayudando a los linces caídos en los temidos cepos furtivos, o curando águilas imperiales de las heridas que les generaban sus choques contra los tendidos eléctricos. Me gustó el proyecto y, aunque nunca supe si mi nuevo objetivo de ser veterinario ecologista en un Parque Nacional fue exactamente la idea que me quisieron transmitir mis padres, sí sé que eso fue lo que me hizo responderles con esta frase.

—Voy a hacer la Selectividad. Si me da la nota, entro en Veterinaria. Si no llego, entonces me matriculo en Biología.

Hice el temido examen y, viendo pájaros en el campo, me olvidé de todo hasta que publicaron las calificaciones y tuve que presentar los papeles para solicitar la entrada a la Universidad. Cumplí mi promesa: primera opción Veterinaria; segunda opción Biología; ninguna opción más. Mi nota media final: 7,4 —entonces se puntuaba sobre diez, no sobre catorce como ahora—. Nota de corte para acceder a Veterinaria: 7,2.

Y así fue como yo, antiguo aspirante a artista, arquitecto o biólogo, y con firmes intenciones de ser alguien importante en el mundo ecologista, me matriculé muy orgulloso en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid y esperé ansioso el final de ese verano de mil novecientos noventa para iniciar mi nuevo proyecto de vida y poder arreglar un poco el mundo, ¡que buena falta le hacía ya entonces!  


Continúa leyendo el siguiente capítulo de Memorias de un veterinario

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