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¿Por qué se llega a estudiar y ejercer la profesión de veterinario? Capítulo VII - El socio oculto

Las memorias de un veterinario que es escritor, o de un escritor que es veterinario, con las que cualquiera se puede sentir identificado. Desde la elección de la carrera hasta el ejercicio en la clínica.


Veterinario y persona, persona y veterinario, y me animo a escribir este relato porque en estas fechas coinciden dos celebraciones muy importantes en mi vida: este año, celebro veinticinco años de licenciatura, veinticinco años de veterinario; y el año que viene celebraré cincuenta años de vida, cincuenta años de persona. Soy Daniel Carazo,  Esta es la historia de un veterinario, narrada desde que decide prepararse para serlo, hasta que alcanza la madurez y reflexiona sobre todo lo que le ha pasado hasta llegar a ella. Este es el séptimo capítulo de mi historia. 



El socio oculto

Cuando empiezas con tu ansiada actividad por cuenta propia, ya sea como nosotros con nuestra clínica veterinaria, o en general como profesional autónomo de cualquier orden, lo que te preocupa es tener los conocimientos necesarios para poder desarrollar con éxito tu profesión y, por supuesto, hacerlo cada vez mejor. Me consta que hoy en día —y es algo que me alegra enormemente—, los nuevos autónomos que se lanzan al mercado laboral parten de inicio con bastantes más conocimientos de gestión de los que teníamos nosotros en aquella época —que eran nulos—, y eso les permite llevarse menos sorpresas de las debidas, o al menos poder preverlas.

Nosotros, en aquel mil novecientos noventa y ocho, empezamos nuestra actividad con un único objetivo: ser cada vez mejores veterinarios para curar y proporcionar calidad de vida a nuestros pacientes. Claro que sabíamos que también nos iniciábamos como empresarios y que teníamos que vivir de nuestro trabajo, pero eso era algo que “ya vendría”; entendíamos que, si trabajábamos mucho, teníamos cierto cuidado con las deudas bancarias que adquiríamos, y los gastos los coordinábamos con los ingresos, el éxito, o al menos la supervivencia empresarial, sería algo lógico de conseguir. Ayudaba bastante que a nivel personal no éramos personas de grandes gastos ni de gran consumo —quién sabe si esto era consecuencia de la falta de tiempo libre en el que gastar el dinero—, con lo que tuvimos suerte porque nuestra mayor preocupación siempre fue exigirnos profesionalmente cada vez más.


Desde el inicio de nuestra actividad llevamos una contabilidad, claro que sí; cada nueva inversión en la que nos embarcábamos venía respaldada por trabajo y ahorro previo. Hacíamos las cuentas a diario, a mano, en aquellos libros de caja de tapas de cartón y hojas ralladas que se llevaban entonces, y trimestralmente en el archivo de Excel del que ya he hablado previamente. Antes de abrir la clínica, una asesoría fiscal nos aconsejó constituir una sociedad limitada como forma legal para presentar las cuentas a la administración; así lo hicimos y esa sociedad pasó a ser la encargada de representarnos oficialmente. Pero para nosotros todo eso eran trámites que había que cumplir —y cumplíamos— y que evitábamos que nos desviaran de nuestro camino profesional.

Como cualquier emprendedor, la decisión de montar clínica la tomamos nosotros; el esfuerzo personal por sacarla adelante, por trabajar cada vez más, por atender cada vez mejor a nuestros pacientes y a sus familias, y por consolidarnos como veterinarios en la zona que elegimos para empezar, también fue decisión y empeño nuestro. Siendo de esta manera, no nos quedaba duda de que el beneficio profesional también sería nuestro, y estábamos convencidos de que el económico también: a más trabajo, más estabilidad, y en consecuencia más capacidad para invertir, seguir mejorando y poder así vivir holgadamente desarrollando nuestra profesión. Creíamos, inocentemente, que las cosas eran así de fáciles, hasta que cuando obtuvimos los primeros beneficios nos dimos cuenta bruscamente de que no estábamos solos en el negocio: la sociedad estaba constituida legalmente por nosotros dos, pero en el reparto de esos beneficios apareció un tercer socio inesperado; uno que, aunque no trabajaba con nosotros, contaba igual a la hora de hacer balance; uno que, aunque ya se había metido en nuestras vidas en el momento en que empezamos a trabajar, no se había hecho tan patente como hasta ese momento en que la asesoría fiscal nos pasó las primeras cuentas: ¡Hacienda! Nos quedó muy claro que en la clínica éramos tres socios, y no dos como firmamos en los papeles de constitución.

Es verdad que, como dicen desde siempre las campañas de los diferentes gobiernos: “Hacienda somos todos”; eso es lo que nos consuela desde que descubrimos que, aproximadamente una tercera parte de lo que generábamos con nuestro trabajo, lo entregábamos —y entregamos— directamente a las arcas públicas. Y no solo eso. Cuando por fin empezamos a asignarnos un salario mensual para no tener que coger dinero de la caja de la clínica si necesitábamos algo a nivel particular —separando así lo que eran las cuentas de la clínica de nuestras finanzas particulares—, entonces también fuimos conscientes de que, esa tercera parte del pastel que se llevaba nuestro recién descubierto socio era solo de los beneficios de la clínica… ¡había que sumar los lógicos impuestos personales derivados de nuestro auto asignado —a la vez que ridículo— sueldo mensual!

Pasada esa sorpresa inicial, derivada por supuesto de nuestra inocencia e inexperiencia, asumimos resignados que compartíamos la clínica con ese tercer socio y que ya iba a ser así durante toda nuestra andadura. Por suerte, el conflicto moral generado al comparar la cuantía del pago de impuestos, con la contribución real de estos a la mejora de la sociedad, no nos surgió en aquella época; éramos jóvenes, idealistas, y estábamos centrados al doscientos por cien en nuestro empeño de ser cada vez mejores veterinarios. Por eso, tras la evidencia de que esas eran las reglas del juego que teníamos que asumir, y que no dependían de nosotros, lo que hicimos fue seguir trabajando todavía más para conseguir salir los tres socios beneficiados. Al final, todo esfuerzo tiene su recompensa y, a pesar de tener que repartir entre más manos de las que habíamos previsto inicialmente, las cuentas siguieron saliendo y nos permitieron seguir invirtiendo para hacer crecer los servicios ofertados en la clínica, destinar parte a nuestra formación, saldar las deudas contraídas con los bancos, y pagar los que seguían siendo muy escasos gastos personales. En resumen, que nos echamos a la espalda al tercer socio y seguimos adelante.


Debo reconocer que actualmente, con el paso del tiempo, esa frase asumida entonces de que “Hacienda somos todos”, cada vez me consuela menos. Inevitablemente, y debido a cómo voy viendo la forma en que por desgracia se gestiona el dinero público, me siento cada vez más identificado con el alguacil de Nottingham en vez de con quien realmente me gustaría ser: Robin Hoood. La diferencia entre ambos está clara: el alguacil recaudaba el dinero del pueblo para dárselo al malvado y corrupto Príncipe Juan, y Robin Hood robaba ese dinero para devolvérselo al pueblo. Nosotros, como microempresarios, tenemos asignado el papel del alguacil. Recaudamos para el Estado una gran cantidad de dinero al cobrar los impuestos junto a las tarifas de nuestros servicios realizados —la cuarta parte de cada factura que emitimos es dinero que recogemos para entregarlo directamente—, y no tenemos otra opción; lo que todavía —después de veinticinco años asumiendo esta figura de recaudador— está por ver, es que esos impuestos sean bien gestionados y no pasen antes por las manos de tanto Príncipe Juan cuyo único mérito muchas veces es haber tenido don de gentes para ocupar un puesto público. Claro que me gustaría más ser Robin Hood, pero me surgen dudas de que eso de robar, aunque sea para dárselo a los más necesitados, esté bien visto y permita dormir tranquilo por las noches, así que por ahora es mejor seguir asumiendo el rol de recaudador que nos tiene asignado el Estado, y aliviarnos pensando que también habrá gente buena luchando por construir un mundo mejor con lo que, de mejor o peor gana, aportamos todos.

Después de permitirme este desahogo, dejo a un lado este controvertido tema y sigo adelante con la historia.

Continúa leyendo el siguiente capítulo de Memorias de un veterinario

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